Viernes 13 de agosto de 2010,10 A.M.
Ann Carrington miró desconsolada por la ventana de su habitación de hotel la lluvia que caía sobre el mar. En la lejanía, los nubarrones que ocultaban el horizonte no prometían nada bueno. Era indudable que se pasaría lloviendo todo el día.
«Qué desperdicio -pensó- disponer de una habitación con vistas al mar y no poder disfrutar de un hermoso día de sol». Su habitación le gustaba. Sencilla, sobria, pero acogedora. La llamaban la Habitación Amarilla a causa de las cortinas, de la colcha de la cama y del tapizado del pequeño sofá, todos en el mismo color. Era bastante grande, por más que la cama matrimonial ocupara la mayor parte del espacio.
Nacida en Virginia, Ann Carrington era una hermosa mujer de cuarenta y un años. Tenía un físico envidiable -se mantenía en forma gracias al footing, asiduas visitas al gimnasio y una dieta feroz-, era rubia natural, con una media melena que le llegaba hasta el cuello y, dada su altura, nunca dejaba indiferentes a los hombres con los que se cruzaba en su camino.
Divorciada sin hijos, profesora de historia de la Universidad del Brown, en Providence, Rodhe Island, en la costa oriental de Estados Unidos, había llegado a Camogli la noche anterior, procedente de Boston, con escalas en París y en Génova, un viaje interminable, con exasperantes esperas en los aeropuertos a causa de la escasez de enlaces.
Era su primera estancia en Europa.
Le hubiera gustado poder quedarse unos días en París, visitar la ciudad y, sobre todo, los archivos del Louvre, donde sabía que se conservaba una abundante documentación acerca del tema que estaba investigando, pero, por desgracia, le era imposible. Sólo disponía de unos cuantos días de vacaciones y tenía que aprovecharlos al máximo.
Cuando llegó en tren desde Génova ya se había hecho de noche, y desde la pequeña estación de Camogli fue andando hasta el hotel, siguiendo las instrucciones que le habían dado y arrastrando la maleta, demasiado llena, decididamente, para esos escasos días de vacaciones.
Le habían avisado de que el hotel se llama muy cerca de la estación, pero que los taxis no podía llegar hasta allí porque estaba situado en una zona peatonal, a los pies de una escalinata que no había manera de evitar.
Era así, efectivamente, pero, ya fuera por el cansancio del interminable viaje o por el peso de la maleta, los últimos doscientos metros le parecieron eternos, y al final, bajar los treinta y nueve escalones que llevaban a la entrada del hotel se le antojaba una empresa infranqueable en apariencia.
Y, sin embargo, lo consiguió.
En cuanto estuvo en su habitación, se desnudó, abrió la maleta, sacó el neceser para desmaquillarse rápidamente, se lavó los dientes y se dejó caer en la cama, exhausta. Las almohadas eran decididamente demasiado grandes y demasiado blandas, pero lo cierto es que no tardó ni un minuto en quedarse profundamente dormida.
La despertó el sonido de la alarma, que había puesto a las nueve de la mañana. Había dormido de un tirón.
Al abrir las cortinas, descubrió asombrada que sus ventanas daban directamente al mar, con unas vistas que quitaban el aliento y que abarcaban un trozo del pueblo, formado por casas multicolores a su derecha, y un monte cubierto de una tupida vegetación, a su izquierda. Aunque la distancia podía engañarla, le parecían pinos.
Tener una habitación con vistas semejantes resultó una agradable sorpresa. Tal vez no fuera un error del todo el haber acabado en aquel lugar desconocido.
Antes de meterse en la ducha, preparo sobre la cama la ropa que iba a ponerse. La blusa de lino blanco que tenía en la cabeza estaba demasiado arrugada y no le quedaba tiempo para pedir que se la plancharan, suponiendo que el hotel ofreciera tal servicio. Y eso que la había doblado con mucho cuidado y guardado en una bolsa de plástico. Una lástima.
Escogió, como alternativa, un blusón blanco de algodón, sin mangas. El tiempo no era de lo más indicado para una prenda sin mangas, pero siempre podía taparse los hombros con un jersey ligero, si tenía frío.
Sólo se había traído un par de faldas. Prefería los pantalones, pues sus piernas no le gustaban mucho. Escogió un par de gris.
Miro la hora. Tenía que darse prisa.
Eran las diez de la mañana cuando estuvo lista para bajar al vestíbulo del hotel.
Tenía una cita a esa hora abajo la recepción. Esperaba la visita del profesor Gianni Scopetta, de la Universidad de Florencia, un investigador como ella, con su misma pasión por la historia. Había sido él quien la convenció para que se reunieran en Camogli.
Antes de salir de la habitación, comprobó una vez más el maquillaje en el espejo del baño. Se sentía aún cansada a causa del viaje pero, aparentemente, a juzgar por la imagen que reflejaba, nadie lo notaría.
Salió y, dado que el ascensor tardaba, bajo por las escaleras.
No conocía personalmente al profesor Scopetta. Había entrado en contacto con él a través de internet para intercambiar información acerca de ciertos documentos históricos y el profesor era su contacto. A medida que fueron conociéndose mejor -el cruce de mensajes duraba ya casi un año-, el profesor se había permitido hacerle algunas confidencias, al margen del asunto de su correspondencia habitual. La dejo muy intrigada afirmando que poseía ciertos papeles sobre la reina María de Médicis, que hasta entonces no habían salido a la luz.
Que pudieran existir documentos de esa clase ya lo sospechaba. Los había a quintales en los subterráneos del Archivo Estatal de Florencia, por no hablar de los que se amontonaban en los archivos del Louvre, en París. Pero lo que despertó realmente su curiosidad fue el hecho de que Scopetta insinuara que había descubierto algo muy particular, una correspondencia oculta de la reina que revelaba uno de los secretos mejor guardados de María de Médicis, y eso era algo que le interesaba mucho, porque estaba escribiendo precisamente una biografía sobre dicha reina, y la aportación de nuevos documentos resultaría muy importante, sin duda.
En el vestíbulo del hotel no había nadie esperándola.
Para esperar la llegada del profesor, escogió un sofá situado en una posición estratégica, desde el que podía vigilar quién entraba y salía del hotel. Cuando llegara, lo vería enseguida.
El vestíbulo no era muy grande y se abría a un salón de dimensiones reducidas, con un par de sofás tapizados en azul y algunos sillones a juego. A sus espaldas, un amplio ventanal ofrecía las mismas vistas de las que disfrutaba desde su habitación. A la derecha estaba el bar, con una barra que daba directamente al salón.
Era un hotel bastante pequeño.
Aunque no conocía al profesor Scopetta, y ni siquiera había visto nunca una foto suya, se lo imaginaba bastante anciano, con el pelo blanco. Una pura intuición, porque el tema de la edad era un asunto que nunca habían tocado. En el curso de toda su correspondencia, nunca habían entrado en consideraciones de tipo personal.
La chica que estaba detrás del mostrador de la recepción, una morena de aspecto descuidado, sin atractivos dignos de relieve, con un pelo largo y liso que le tapaba parte de las mejillas mientras dejaba que asomaran de forma curiosa las puntas de las orejas, le dijo, cuando fue a dejar la llave, que no se preocupara por la lluvia: no era más que una nube pasajera y no tardaría en salir el sol.
No sabía si se lo había dicho para conjurar una inminente marcha, o si el tiempo era verdaderamente caprichoso en aquel lugar. Con todo, sólo pensaba quedarse un par de días, tres como mucho.
Entró un grupo de turistas. Parecían algo sobreexcitados, puesto que hablaban entre ellos gesticulando mucho y levantando la voz.
Ann Carrington no lograba entender lo que decían, -«deben de ser escandinavos» pensó, aunque la realidad, eran lituanos-, pero cuando uno de ellos se dirigió a la recepcionista en inglés, Ann captó un fragmento de la conversación.
Por lo que pudo entender, un hombre acababa de ser asesinado en la calle, prácticamente ante sus propios ojos.
Cuando los turistas se alejaron, se acercó al mostrador.
-Disculpe, señorita- preguntó, ligeramente preocupada-, pero me parece haber oído decir a esos turistas que alguien ha sido asesinado delante de ellos. ¿No será verdad?
La chica levantó la vista y se la quedó mirando con una expresión que parecía querer decir claramente «pero ¿por qué se mete esta en lo que no le importa?» .
– No exactamente, señora. Por lo que ese señor me ha dicho, parece ser que han
matado a alguien en la calle esta mañana, pero ellos no han visto nada. Sólo a la policía que tenía cortada la calle.
– ¿No serán cosas que ocurran a menudo? -preguntó Ann, quien se había dado
perfecta cuenta de que la chica no tenía la menor intención de seguir hablando con ella de la crónica negra del día. No era bueno para el turismo.
– Nunca ha ocurrido nada parecido. Quizá estos señores no lo hayan entendido bien y se trata sólo de un anciano que ha muerto de infarto.
A Ann le pareció una respuesta sensata y, más tranquila, volvió a sentarse en el sofá.
Eran las diez y veinte y el profesor aún no había aparecido.