CAPÍTULO 1
Palermo, 1624
Aún no habían intercambiado una sola palabra desde que habían sido presentados el uno a la otra, cuando el ojo atento y curioso de Anton van Dyck cayó casualmente sobre las manos de la anciana Sofonisba. Las observó con discreción para disimular su natural propensión a fijarse en los objetos y las personas. Era una de sus pequeñas manías, que é atribuía a deformación profesional. Desde que había decidido convertirse en pintor, tenía la costumbre de estudiar hasta en sus mínimos detalles a las personas y los objetos que atraían su atención.
Las manos de Sofonisba eran sumamente pequeñas, casi desproporcionadas con el resto del cuerpo. Deformadas por la artrosis, estaban tan descarnadas que su piel finísima parecía translúcida y las venas azuladas resaltaban con particular intensidad. Anton dejó volar por un instante su fantasía, imaginando que aquellas venas eran pequeños ríos que corrían entre islotes, representados por la miríada de manchitas oscuras que cubría la piel de la anciana. Con anterioridad ya había reparado en cómo las manos y el rostro de las personas de edad avanzada se cubrían de esas manchitas, pero hasta ahora nunca las había visto como islotes. Provocaban cierta fascinación, como si en realidad fueran hermosas. Sofonisba Anguissola movía las manos con gracia, con breves movimientos lentos y estudiados, como consciente de su importancia, y la fuerza de la costumbre los había vuelto absolutamente naturales. Ese modo particular de moverlas, a la vez elegante y frágil, revelaba la educación refinada que debía de haber recibido de muchacha. El joven pintor, fascinado, no podía apartar los ojos de aquellas manos. Sin duda formaban parte del encanto de la anciana.
Eran manos que hablan por sí solas, como si a través de ellas se pudiera conocer el carácter decidido de la dama. Anton pensó que en esa gestualidad había algo que revelaba un deseo de transmitir sentimientos: su modo de comunicarse era más potente que cualquier palabra.
El mensaje no escapó al atento flamenco. No era la habitual gestualidad de los italianos, sino algo muy distinto.
Eso lo hizo reflexionar y, estudiando las posturas de Sofonisba, se percató de cómo sus gestos simples, sus movimientos lentos transmitían, en una primera aproximación, ciertos aspectos de su personalidad. Debía acordarse de ello cuando volviera pintar: era esencial dar mayor relieve a las manos en sus retratos.
Esta reflexión lo llevo a recordar la edad de su interlocutora y cuán precaria era la vida. Sofonisba estaba a punto de alcanzar los cien años, quizá le faltaban tres o cuatro. Un edad considerada inalcanzable en aquellos tiempos. Un caso del todo excepcional. Por mucho que intentara recordar, nunca había conocido a una persona que hubiera rozado el siglo de vida. Conocer a Sofonisba podía considerarse un auténtico privilegio.
Con un velo de tristeza, se dijo que con mucha probabilidad poco tiempo después esas manos habrían dejado de moverse.
CAPÍTULO 2
Anton van Dyck había llegado a Palermo el día anterior, procedente de su Amberes natal. Había sido un viaje largo y fatigoso pero, por lo visto hasta el momento, había merecido la pena.
Había llegado a tiempo de conocer a Sofonisba Anguissola, la pintura más famosa del siglo. Durante los meses precedentes, cuando había intentado ponerse en contacto con ella y en particular mientras ultimaba los preparativos del viaje, había temido no llegar a tiempo para verla con vida. Sabía, aunque no con precisión, que la pintora era una auténtica cariátide, si bien no imaginaba estar tan cerca de la verdad. Por deducción, había intuido que su estado físico sería bastante precario. De allí su prisa. Podía suponerse que un simple resfriado habría bastado para poner en peligro ese hálito de vida que conservaba.
Era consciente del riesgo, pero había decidido que merecía la pena correrlo. Además, existía la posibilidad, si Sofonisba seguía viva a su llegada a Palermo, de que no estuviera en condiciones de entender, como sucedía a menudo con las personas de edad muy avanzada. Pero había tenido suerte, y no había sido el azar. Sofonisba por cuanto había podido juzgar por sí mismo, estaba en condiciones de entender y de mantener una más que brillante conversación. Al final, todo había ido bien. Anton se consideroó afortunado de haber podido cumplir uno de sus sueños: conocer personalmente a Sofonisba Anguissola, la última superviviente de la época dorada de la pintura renacentista, aquella que había sido contemporánea del gran Miguel Ángel.
Conseguir este encuentro se había convertido en una verdadera obsesión, un objetivo irrenunciable, una carrera contra el tiempo que no se podía permitir el lujo de perder. La fragilidad de su anfitriona podía jugarle una mala pasada. Durante aquel interminable viaje, que lo llevaba de Amberes, en Flandes, a la remota Sicilia, había sentido varias veces la angustia de llegar demasiado tarde. Además del disgusto habría sido un verdadero fastidio. Después de haber perseguido tanto tiempo ese objetivo, su ilusión había crecido de manera desproporcionada; ver cómo se le escapaba en el último momento por una estúpida ironía del destino habría sido motivo de un gran abatimiento.
Había sido su maestro, el gran pintor Petrus Paulus Rubens, en su taller de Amberes, quien había mencionado por primera vez aquel extraño nombre: Sofonisba Anguissola.
Estaba repasando los nombres de los grandes artistas del pasado, cuando el maestro se acordó de ella. Mientras ultimaban el retrato de un notable de la ciudad, Rubens había citado aquel nombre, refiriéndose a ella como una de las más grandes retratistas de todos los tiempos. Anton nunca la había oído mencionar antes.
El maestro afirmaba haberla conocido personalmente, con ocasión de un viaje que lo había llevado a Génova, ciudad donde la artista había residido. Aquel único encuentro debió de impresionarlo mucho para que, años después, siguiera hablando de ella con el máximo respeto.
En sus palabras, aunque tratará de disimularlo, se traslucía la admiración por ella, la primera, la más grande y probablemente la más famosa pintora del Renacimiento. Casi parecía que, al pronunciar aquellas pocas palabras de elogio, al maestro le costará reconocer el gran talento de aquella mujer, puesto que, por primera vez en la historia de la pintura, ese talento era atribuido a una persona de sexo femenino, hecho insólito e inaudito. Nunca antes había sucedido. No es que a las mujeres se les prohibiera pintar, pero ninguna había conseguido hacerlo con tanta gracia, tanta profesionalidad, tanta innovación y tanta agudeza como Sofonisba Anguissola. En sus cuadros había sabido traducir sobre la tela los gestos de la vida cotidiana, la risa y el llanto, cosas que ningún artista masculino había abordado antes que ella.
Su precoz fama había traspasado los confines de Italia, hasta llegar a la austera corte de Felipe II de España, donde había sido llamada por encargo del soberano. Se sabía con certeza que había vivido allí varios años, antes de regresar a su país natal.
Cuanto más hablaba de ella el maestro, más se sentía atraído Anton por su personalidad, hasta el punto de dejarse cautivar por completo. La obsesión por conocerla se había agudizado progresivamente, casi en una necesidad física. Calculó, dado que se hablaba de ella como de un monumento del pasado, que debía darse prisa si quería lograr su objetivo. No soportaba la idea de haber sido, aunque fuera por pocos años, su contemporáneo y no haberla conocido personalmente. Su curiosidad lo había llevado a indagar sobre ella…